Revista AURORA Nº 17, noviembre- diciembre 2016, pag 68- 76.
PAPELES DEL SEMINARIO MARÍA ZAMBRANO, UNIVERSITAT DE BARCELONA.
RESUMEN
Desde mi posición como documentalista de María Zambrano en sus últimos años de vida en Madrid, aporto a la investigación sobre su pensamiento, no solo el conocimiento de sus escritos, sino también su palabra viva surgida en nuestras conversaciones durante años día tras día en su biblioteca.
María Zambrano (1904- 1991) encuentra en el arte en general y en la poesía en particular («Todo arte es poesía o… no es»), la medida de una filosofía que, como toda creación artística, empieza por exigir un implacable ejercicio. La propuesta filosófica de Zambrano surge del pensamiento clásico europeo incluyendo también las tradiciones orientales que trajeron árabes y judíos a la península ibérica. Este legado, junto las culturas con las que tuvo oportunidad de entrar en contacto en América, forman un pensamiento integrador y original que todavía puede dar respuesta a la crisis que arrastramos.
El siglo que vivió María Zambrano fue en Europa, entre otras cosas, un tiempo de viajes inesperados e imprevistos, de desapariciones sin despedidas, también de retornos a lo desconocido. Al titular aquella entrevista de María para Diario 16 como «Amo mi exilio», creo que no ha ayudado a comprender lo que supuso para María abandonar su país, sus amigos, su familia y su incipiente carrera y volver después a un país no republicano, con lagunas culturales evidentes y sin ninguna huella de los sueños de la intelectualidad a la que ella y tantos desaparecidos, exiliados y olvidados pertenecieron.
Aún veinticinco años después de su muerte sigue brillando su ausencia en el recuerdo de quienes la conocimos. Brillo que es presencia en sus escritos y voz que sigue resonando para quienes la oímos hablar.
Personalmente me he mantenido al margen de realizar exégesis sobre su obra porque creo firmemente que hay que leerla a ella directamente y que cualquier interpretación personal puede ser válida, siempre que no se quiera imponer como dogma, pues precisamente María defendió siempre el delirio, el salirse del surco de lo ya trillado, ella representa el pensamiento antidogmático por excelencia.
Así que, sin entrar a analizar la obra de María, voy a contarles por un lado cómo vivió María Zambrano sus últimos años, hablando desde mi propia relación con ella y, por otro, después de ponernos en contexto, voy a traer a colación una expresión que ella utilizaba a menudo, pulir la mirada, y cómo he aplicado en mi propio quehacer pictórico dicho ejercicio de bruñido. Pienso que es una manera como otra de recoger su testigo, porque en esa expresión-ejercicio une dos mundos, el del arte y el de la filosofía, que al fin y al cabo es un solo mundo, el de la creación humana.
Quiero empezar por su forma de vida, al menos en los últimos años, porque en el caso de María Zambrano es imposible separar la persona de la filósofa. Entendía la filosofía como una forma de vida y se arriesgó a compartir esa forma personal de entenderla escribiendo. Filosofía no es ni más ni menos que aprender a mirar y a mirarse. Para aprender hay que verse en alguien, por eso María es una filósofa antigua para la que la filosofía es un camino vital hacia la sabiduría que se aprende y enseña con el ejemplo.
Como lo suyo era el ejemplo y no el sermón, lo que María nos dejó escrito hay que tomarlo como testimonio y no como discurso. Si es difícil es porque cuesta expresar la reflexión sobre las propias vivencias y conectar con el lector al nivel de persona a persona, es decir, teniendo en cuenta pensamientos, sentimientos, imaginación y la forma íntima de vivir/ver el mundo. Ese tipo de conexión exige la escucha. María escuchaba tanto como hablaba, o más. Iniciaba una conversación de forma casual siempre preguntando. Era como un diálogo socrático en el que preguntas aparentemente inocentes llevan a dilemas profundos. En las conversaciones con María era mejor dejar la respuesta en el aire porque como contestaras de forma categórica ella te respondía: «¿Ah, sí?» Y ya estabas perdida.
¿Dónde sucedían estos diálogos socráticos? El piso de Antonio Maura 14, en Madrid, era espacioso y luminoso, un poco antiguo quizás. María ocupaba una habitación con balcón que daba a la misma calle Antonio Maura, una calle amplia con árboles. Si te asomabas al balcón veías el jardín del Retiro a la derecha y a la izquierda el Paseo del Prado. Entre otros muebles había una cómoda a la izquierda, con sus medicamentos y las tazas del té. Encima, un bordado realizado por Doña Araceli Alarcón, su madre, enmarcado con cristal y rodeado en los bordes de estampitas de santos que iba coleccionando Mariano Tomero, su primo, que vivía con ella. Se sentaba en una butaca a la derecha de la puerta de entrada desde el corredor y su cama estaba al lado junto a la pared. Había una mesa en el centro y un mueble oscuro entre los dos balcones. Solo se abría el balcón de la izquierda, enfrente de la puerta de entrada, el otro yo lo recuerdo casi siempre cerrado o entornado. Al lado de la cómoda con el servicio de té había otra puerta que daba al salón donde tenía a primera mano libros de arte. Los únicos que tenía fuera de cajas cuando yo llegué.
En ese salón contiguo al dormitorio, la estantería con los libros de arte y el diván para leer formaban como un refugio iluminado por la potente luz de Madrid, tamizada por las contraventanas del balcón. Filósofa con gato y libro en su diván, así podría titularse la pintura que retratara su cotidianidad.
Existe una foto que nos recoge a las dos sonriendo junto con Isabel García Lorca, José Andérica y Joaquín Lobato. En ella se ve a una viejecita sonriente que podría ser nuestra abuelita entrañable que nos dice que hay que comer verduras y que se preocupa por nuestras amistades. La diferencia es que esta abuelita entrañable te hablaba de cómo cruzó la frontera entre España y Francia, de la emoción de subir a un estrado para dar una conferencia a mujeres trabajadoras de Madrid en los años 30, de los viajes que hacía con estudiantes y amigos a los pueblos más recónditos y olvidados de España en el proyecto de solidaridad cultural que se llamaba Misiones Pedagógicas.
Y tantas cosas. Dicen que la gente mayor va camino de convertirse en mineral porque suele perder la capacidad de asombro. No era el caso de María Zambrano, seguía teniendo curiosidad por la vida a cada momento. No vivía solo de recuerdos, también quería estar al día: «¿Qué película has visto este sábado en el cine?», «¿Qué libro estás leyendo?», «¿Qué periódico llevas?», «Léeme los titulares».
Llegaba a la casa por la mañana y María me esperaba sentada en su butaca tomando el té. La saludaba y me sentaba a su lado, entonces me cogía las manos y las preparaba para que no se entumecieran con el teclado del ordenador o porque las tenía frías al llegar de la calle, siempre había una excusa y ya se convirtió en un ritual. Nos manteníamos en silencio ella con la mirada hacia la luz del balcón y con una media sonrisa, quizá recordando algo que yo no quería interrumpir.
Una vez cumplido el ritual, nos poníamos a la tarea, primero tuve que ordenar el espacio de la habitación destinada a la biblioteca, que hasta entonces había sido un trastero. Una vez ordenado el espacio y con el material ya a mano, comenzamos a revisar manuscritos y ahí ella ya tenía que intervenir, al principio pensé que no tendría fuerzas porque el volumen de papeles era importante, pero se animó tanto que empezamos enseguida y pudo María Zambrano trabajar en un libro que tenía pendiente con la editorial Mondadori, Los bienaventurados, y que por falta de orden no había podido acometer. Siguieron Los sueños y el tiempo (que tristemente no acabó de revisar al completo) y dejamos preparados para revisión los textos relacionados con poesía que se publicaron póstumamente como Los lugares de la poesía. Todo esto además del trabajo de cada día relacionado con artículos que le pedían para la prensa, o la correspondencia diaria. Fue un trabajo duro y constante, de día a día que yo quiero pensar que a María le hizo bien porque, hasta que la hospitalizaron, pocas semanas antes de su fallecimiento, se levantaba cada mañana puntual y tenía ilusión por trabajar.
Por los manuscritos me refiero a escritos que dejó en hojas mecanografiadas o en cuadernos manuscritos que en ese momento eran la práctica totalidad inéditos. Casi 600 manuscritos catalogados entre carpetas (que pueden contener cada una entre dos y doscientos folios) y cuadernos. Cuando me enfrenté al archivo estaba revuelto: libros, junto a carpetas conteniendo cartas, cuadernos, hojas mecanografiadas formando grupos o sueltas. Todo este material estaba todavía en cajas, abiertas y cerradas, y algunas maletas. Fue un verdadero rompecabezas que María me ayudó a recomponer, pero no totalmente, quedan todavía algunas hojas sueltas que no encajan, más otros documentos que han ido apareciendo tras su muerte y que se han ido añadiendo al conjunto de manuscritos para su posterior catalogación como parte del trabajo que se ha estado realizando para la edición de las Obras Completas.
Otra parte importante fue clasificar la correspondencia, que también es un gran legado que nos dejó. Hay personas que dicen que la mejor María está en sus cartas. Es quizás la María más directa y más personal, además de la calidad de su escritura epistolar. Ella lo consideraba un género literario que requiere su ritual y su tiempo: escribir, recibir, responder. Editar y publicar la correspondencia completa está todavía pendiente, aunque ya se han publicado algunas correspondencias concretas.
Igual que el género epistolar tenía para Zambrano su protocolo, la conversación exigía el suyo. Nunca tenía prisa por hablar, pensaba bien sus palabras y además era paciente al escuchar. Esa habilidad de Zambrano le permitía saber ponerse en el lugar de la otra persona e incluso adelantarse a sus intereses. Una habilidad fundamental para ejercer de maestra. María era hija de maestros, había vivido desde pequeña el amor por el aprender y por el enseñar. A su regreso a España observó con pena el gran daño que habían hecho la Guerra Civil y la dictadura a la sociedad española: «Os dejaron sin maestros». Lo mejor de la intelectualidad española, de las artes y de las ciencias se vieron forzados a dejar el país, si no habían muerto ya durante la Guerra Civil. María nos consideraba huérfanos, incluso a quienes como yo misma estaba tres generaciones más allá de la guerra. Intuía que lo interrumpido en los años 30 del siglo pasado estaba ya perdido, por ejemplo la labor y el espíritu de la Institución Libre de Enseñanza. Aunque siempre le quedaba la esperanza de recuperar una idea de educación que surgiera y anidara en el corazón de la persona. En este sentido, pensaba Zambrano que el arte tiene un papel ejemplar, por la poiesis, por el hacer con método que implica el arte y que ayuda al crecimiento personal puliendo la mirada.
Siguiendo su libro Algunos lugares de la pintura1, me gustaría mostrar en qué consiste para mí ese ejercicio de pulir la mirada del que ella hablaba. Éste es un libro que recoge bastante de lo que María escribió sobre arte y artistas. Utilizaré sus propias palabras escritas y publicadas, para mostrar que no solo fueron conversaciones que se lleva el viento.
El pensamiento filosófico de María Zambrano va ligado a la razón poética. Hay muchos estudios en relación a esta combinación de palabras que en principio nos choca, que parecen no casar bien. Se diría que parece un oxímoron: razón poética, dos términos contradictorios, pero quizás en la unión de contrarios es donde puede surgir algo novedoso y válido. Precisamente un nuevo lenguaje para una nueva forma de pensar, que era básicamente el anhelo de María Zambrano.
Dejemos ahora de un lado la razón y vamos a centrarnos en la segunda palabra: poética. Se puede entender poética en dos sentidos: el primero es relativo a la poesía como género literario, el segundo sentido viene del termino griego poiesis que significa hacer en el sentido que nosotros ahora damos a crear o construir, hacer que algo surja. Es decir, se refiere al esfuerzo y el trabajo humanos para hacer algo con la materia gracias a nuestras habilidades e instrumentos. Es el arte de hacer cosas pero también de hacerse a uno mismo. Por ejemplo, si acudimos al diálogo El banquete de Platón, Diotima habla de poiesis también como acción de cultivar el alma a través de la virtud y el conocimiento. Esta idea de poiesis, poética, como acción de crear y crearse la vamos a unir a la de pulir la mirada y a la función del arte para María Zambrano.
Iremos recordando ahora algunas citas, recogidas en Algunos lugares de la pintura, en las que Zambrano nos habla del mirar. La primera está escrita en La Habana en los años 50 y forma parte de su peculiar autobiografía Delirio y Destino. En ella rememora la experiencia de una visita al Museo del Prado seguramente a finales de los años 20:
Saber contemplar, ¿no era acaso lo que le había pedido a la Filosofía? Esta le había respondido ofreciéndole una exigencia -¿todo lo que de verdad da algo, no comienza por exigir?-, la exigencia de un implacable entrenamiento. Saber contemplar debe ser saber mirar con toda el alma, con toda la inteligencia y hasta con el llamado corazón, lo cual es participar, la esencia contenida en la imagen, volverla a la vida. Y entonces ya se está más allá de la memoria del olvido, en otro tiempo pues, más «sustancial» donde se crea.
(«Una visita al Museo del Prado», 1955, Algunos lugares de la pintura, pág. 39)
La siguiente cita es del año 89, de su introducción precisamente a Algunos lugares de la pintura:
La pintura es una presencia constante […], un lugar privilegiado donde detener la mirada […]. Esa revelación, ese lugar privilegiado que se da en la pintura, no solo depende de los pintores, sino también de la predisposición de quien mira.
(«Introducción», 1989, Algunos lugares de la pintura, pág. 12)
La mirada se enseña y se aprende, exige entrenamiento porque es nuestra forma de conocer y es por esto mismo activa: siempre es un hacer. Mirando conocemos, porque mirando elegimos. Tenemos dos miradas que confluyen en una obra de arte: por un lado la mirada del artista sobre la naturaleza o su entorno en general previa a su obra, y por otro la mirada del espectador sobre la obra, ya independiente del artista. En ambos momentos hay una selección de qué es lo relevante: desde la perspectiva del artista, qué va a transmitir y qué no; desde la del observador, dónde descansa la mirada sobre la obra.
Según Zambrano para llegar a este saber qué es lo relevante, saber qué es lo que vale la pena, es necesario, es exigible, un entrenamiento, una educación de la mirada para saber extraer el sentido de aquello que se está viendo y saber valorarlo, o no, como digno de ad-miración, digno de ser guardado y transmitido. «No se aprende a ver sin más, eso sería privar al arte de su función catártica y moral», así de contundente era María Zambrano.
Volver al tiempo sustancial en el que se crea es el logro de la contemplación. El significado de contemplar para Zambrano proviene de la tradición filosófica griega, donde teoría (θεωρειν) significa mirar, en el sentido originalmente de contemplar (asistir, participar en) una obra de teatro.
Recordar este importante origen teatral de la palabra teoría, nos lleva a entender que al contemplar también se siente. Se sufre o se disfruta. Al mirar una obra participamos de ella, lloramos o reímos. Pero participamos de ella de una forma especial, siendo libres para hacerlo o no. Participamos del juego emocionándonos, riendo o llorando «por los que no somos nosotros o no son los nuestros», como escribió Susan Sontag (At the same time, 2007). El teatro nos educa el corazón. Así como la vida nos obliga, el arte no lo hace, pero ganamos sometiéndonos a este juego, es un entrenamiento para la vida. Nos ejercitamos libremente con el arte como artistas o en el arte como receptores y estamos aprendiendo a ser libres.
Volviendo ahora a la mirada del artífice. En el libro Algunos Lugares de la Pintura se recogen escritos de Zambrano dedicados a pintores que ella conoció personalmente, como Picasso, el mexicano Juan Soriano, Luis Fernández y Ramón Gaya, entre otros. Con todos ellos conversó sobre el proceso creativo artístico y llegó a la conclusión de que nunca como en ese momento de la historia el artista estaba tan obsesionado por dar respuesta a su propio quehacer, reflexión que podía ser bloqueante si no se materializaba en una obra. A su gran amigo el pintor Juan Soriano le decía, por ejemplo, en una carta: «tú pinta, pinta. Pinta de verdad y déjate de historias».
«Deja hacer a tus manos», me decía, «pinta de verdad y déjate de historias», le decía a Juan Soriano. Y es que durante el acto de trabajar en una obra la poética de la misma se va manifestando. La poética de un artista son las leyes a las que obedece su propio hacer que es único y peculiar y que se ha ido perfilando desde el aprendizaje técnico, desde el contacto con la materia (entiéndase la materia de forma muy amplia pues podemos trabajar con computadoras) y desde la propia experiencia conjunta de trabajo y vida que al final conforman un exclusivo proceso creativo propio de cada artista. Como dice María Zambrano: «Es la Ley […], donde la libertad es obediencia y el conocimiento amor», Algunos lugares de la pintura, pág. 135.
El momento poético (poíetico) realizado, cuando se cumple esa obediencia a la ley de forma libre, es también el momento de la voluntad pura, es decir, de la libertad. Es el momento en que la conciencia es lúcida y ese momento es un momento ético porque no hay imposición externa sino que el artista es libre. Es curioso que esa idea se encuentra en los diarios de muchos artistas, por ejemplo tanto para su amiga Maruja Mallo como para Paul Klee y tantos otros, en el arte voluntad, capacidad, disciplina y libertad van unidos.
Este momento poético-libre-ético es alcanzable a través del arte, tanto para el que realiza la obra como para el que la contempla, pues que el contemplar, como hemos visto antes, es creativo y «para el hombre conocer será solamente el volver a ver algo hecho por él» («España y su pintura», 1947, Algunos lugares de la pintura, pág 51). La obra tiene que estar ahí. Una obra de arte no se puede quedar en puro sueño, tiene que realizarse: «la pintura, como todo arte, es sueño realizado. […] La obra de arte no lograda es como un sueño interrumpido», («La pintura en Ramón Gaya», 1960, Algunos lugares de la pintura, pág 141). Porque el arte tiene que encarnarse, tiene que tomar cuerpo, tiene que vivir. Desde el punto de vista del creador: las artes plásticas son obras, trabajos, son hijas del trabajo, «el pintor y el escultor tendrán siempre un rostro y una figura de obrero», nos dice María Zambrano (Algunos lugares de la pintura, pág 50).
Una de las implicaciones de esa concreción y materialidad del arte, de ese hacer bulto que diría su maestro Unamuno, es que el arte no se puede mantener al margen de la vida, no está en las nubes: toca la tierra con las manos, como diría Rilke. Eso es precisamente lo que Zambrano quiere conseguir para la filosofía, que se implique, que sea transformadora. ¿Cómo? A través de la mirada creadora de mundo.
El juego de miradas en una obra se podría dibujar como una espiral de la creación y el mirar: el artista mira, contempla, la realidad (y sus misterios), a través de su personal poética la hace obra, construye una obra que está ahí en el mundo. Esta obra, que es cosa ya, llama a su vez a la contemplación del espectador, a ejercitarse en ella. El espectador a través de la obra ve la pintura misma, pero también la realidad de otro modo nuevo. Pues «quien hace algo solo descubre el ser de eso que hace cuando lo ha hecho ya» («La pintura en Ramón Gaya», 1960, Algunos lugares de la pintura, pág 140). Artista y espectador confluyen aquí en la mirada sobre la obra que es también una mirada nueva sobre el mundo. Se va puliendo la mirada.
La imagen de la espiral es ilustrativa, porque no se vuelve al mismo punto del que se parte, sino que hay un cambio, una transformación, una crisis. Para María Zambrano siempre positiva, siempre hacia arriba. Así es como ella la dibujaba siempre en el aire. Aunque también la hubiera podido dibujar en horizontal, hacia dentro de nosotros mismos, hacia nuestras entrañas, hacia nuestro corazón.
El ejercicio implica repetición y mejora en cada nueva ejecución, incluso aunque no sepamos que estamos ejercitándonos. Aplicado al mirar en este caso, cuando más miramos (con intención y aplicación), más capaces nos volvemos, y al contrario, entre la obra y nosotros puede abrirse un vacío de incomprensión: «el vacío casi absoluto del no saber acercarse a la obra de arte, el modo de tratar con ella, como si solo el ver o el oír bastaran. Y aun, y sobre todo, como si ver fuera cosa que se logra sin más, lo cual priva al arte de su virtud catártica y moral; de esta ética que se desprende de toda creación humana, si en verdad lo es. Porque al no ser contemplada no es, simplemente, vivida». («La pintura en Ramón Gaya», 1960, Algunos lugares de la pintura, pág. 139)
La obra de arte, al no ser contemplada no es vivida. Si no sabemos acercarnos a la obra de arte, todo aquello que nos podría descubrir del mundo y de nosotros queda sepultado para siempre y seguimos siendo ignorantes sin saberlo. Pero ¿cómo nos tenemos que acercar a la obra de arte?
Para acercarnos a una obra de arte primero necesitamos tiempo. Siguiendo con el mismo artículo sobre la pintura de Ramón Gaya, nos dice María que hay que perder el tiempo ante la obra, «quedarse en calma y en silencio -en el de dentro también-» (pág. 138). Tenemos que estar en la máxima vigilia de la conciencia, pero al mismo tiempo el alma tiene que estar pasiva para acoger sin recelo la realidad que se nos presenta. Estado que «solo sucede cuando la persona está en muy en su centro. Y todo, sentidos inclusive, funciona desde este centro de la persona, que así, invulnerable, puede aventurarse sin perderse.» (pág 139). Y es que «el arte que se ve como arte es distinto del arte que hace ver.», (pág. 33)
Como conclusión señalaré que la mirada lúcida, la mirada ya pulida y repulida, es para Zambrano el nexo de unión entre el Arte y la Filosofía porque al mirar intencionada e inteligentemente nuestra conciencia está lúcida para actuar. Actúa como el artista que una vez aprendidas las reglas del oficio es capaz de decidir cambiarlas.
Diríamos con María Zambrano que analizar es una manera de quedarse al margen. Cuando solo se analiza, ni se mira, ni se ad-mira. Ad-mirar es aproximar, atraer, interiorizar el mundo en uno mismo. Ahí comienzan el arte y el pensamiento como una de las bellas artes, la razón poética.