Revista Asparkia. Universitat Jaume I, 1994
Comencé a trabajar con María cuando ya estaba físicamente castigada por los años, pero me resulta fácil imaginármela con aire de mujer seductora en el centro de una reunión «intelectual» con su largo pitillo imitando las maneras de Greta Garbo, la actriz de moda en aquellos años y por quien María sentía especial admiración, hasta el punto de conmoverle su muerte, estando acostumbrada, como ya lo estaba desde años atrás, a recibir esquelas. Como se suele decir en estos casos: muere la persona pero no el mito. O cambiando los nombres: muere el creador pero no la obra.
La mujer como creadora tiene la ventaja de poseer dos formas de prolongarse más allá de su ser: a través de sus obras y a través de sus hijos. Para una mujer como María Zambrano, nacida a principios de siglo, cuando era necesario pelear constantemente frente a un mundo universitario que no estaba todavía acostumbrado a ver mujeres en las aulas, y menos en las tarimas, ambas eran incompatibles. Había que elegir entre ser madre o tener una vida profesional. Quizás lo que María afirmaba como una sentencia escondía en realidad la aceptación de las circunstancias que tuvo que vivir, casándose a las puertas de la Guerra Civil, volviendo a España desde su luna de miel en Chile, comprometiéndose enteramente y ofreciéndose allí donde se le necesitara. Después, el largo y penoso exilio.
Su fuerte carácter venía, pues, condicionado por la necesidad de luchar continuamente frente a las advesidades, desde la penuria económica hasta la de su reconocimiento intelectual —incluso en algún momento sintió que sus maestros le fallaban. Pero a pesar de su carácter decidido intentaba atraer por la vía de la seducción, por eso daba tanta importancia a las maneras y a la imagen que de ella pudieran tener —no de mujer hermosa, sino de mujer inteligente y mundana. Por esta razón, al final de su vida, viéndose tan decaída, procuraba evitar las visitas, no quería que la recordasen en ese estado y cuando no podía rechazarlas llegaba a tal estado de ansiedad que a veces tardaba algún día en reponerse.
Ese aire seductor de María Zambrano se siente también en sus escritos, más poéticos que académicos, sin notas a pie de página, con esas exhaustivas referencias a un bagaje intelectual que ella poseía de sobra pero que —siendo ineludibles en cierto tipo de textos— cortan el hilo de la lectura y dificultan que un escrito filosófico pueda ser hermoso. Ese cuidado por no interrumpir el discurso se podía observar incluso en su forma de trabajar: por el día solía apuntar notas sueltas en un cuaderno; por la noche, frente a su máquina de escribir, plasmaba su idea en el papel sin detenerse hasta tenerla completamente expuesta, quizás ya al amanecer. A la noche siguiente, si le ocupaba el mismo tema, no continuaba sobre lo ya escrito, sino que lo observaba desde otra perspectiva.
Conjugar belleza e inteligencia es la tarea más difícil en un creado; María Zambrano lo intentó a través del amor, del amor a la sabiduría, y seguramente lo consiguió, de lo contrario no la reviviríamos ahora en el recuerdo y en las nuevas páginas que su obra inspira.
Rosa Mascarell Dauder
Estocolmo, agosto de 1994