Hay palabras alrededor de las cuales se teje la trama de un pensar. Así, siguiendo la línea del hilo del silencio podríamos llegar quizás a comprender algún punto del tejido que forma la obra de María Zambrano.
«Los dos polos del silencio» se escribe en un momento culminante de la reflexión de María Zambrano sobre la palabra; un año antes (1965) había publicado El sueño creador y ya se estaba gestando Claros del bosque y De la aurora. Esta reflexión se atisba ya en Filosofía y Poesía, aquí en relación al mito del poeta «restaurador de la unidad sagrada del origen», aquel que guiado en sueños retorna al principio y recupera para la comunidad la palabra pura, sin mácula, sin historia.
El retorno necesita de una ascesis que es en parte lograda gracias a un aprender a oír en el silencio: saber oír en el silencio seria la facultad del poeta por excelencia. Oír en el silencio puede ser estar a la escucha del rumor del mundo, la música mundana en la tradición pitagórica -o del «son del silencio», el eco de la llamada divina en el acaecer del mundo según Heidegger-; pero también oír en el silencio se cumple al descender a los ínferos -ascesis obligada para todo poeta romántico que se precie- para rescatar la «pura presencia bajo el tiempo que cuando se actualiza es éxtasis, encanto», siguiendo los mitos de Orfeo y el del canto de las Sirenas.
En Filosofía y poesía el poeta sería el «esclavo» de la palabra, «consagrado» a la palabra para ofrecerla desinteresadamente a una comunidad no siempre dispuesta a recibirla. Recuperaba allí, en este sentido, María Zambrano el Romanticismo heroico trágico, según expresión de Rafael Argullol (El Héroe y el Único).
Pero María Zambrano no se queda ahí, toma conciencia de la imposibilidad trágica y absurda al tiempo de buscar esa Unidad en un mundo resueltamente fragmentado desde el momento en que se inicia la historia, desde el instante en que el tiempo abre el hiato entre el hombre y lo divino en «El sueño de los discípulos en el Huerto de los Olivos» recuperación del mito de los durmientes , allí es donde el hombre pierde su última oportunidad al no haber sabido mantenerse en vigilia esperando el «divino silencio» que es entendimiento total sin palabras, al que habían de «recibir», «recoger» y «guardar». La guarda del silencio llamara Heidegger en Unter wegs zar Sprache (En camino del habla) al pensar de la verdad.
No hay pues pretensión, como sí la había en los poetas románticos en Schelley -por ejemplo Defensa de la poesía-, de «levantar el velo»; en alguna ocasión habla María Zambrano del desvelar en el sentido más castizo de no poder conciliar el sueño, y es este sentido el que podemos recoger aquí. Frente a la accion avasalladora del romántico, la guarda del desvelado que más que acción es presencia.
En el artículo que ahora nos ocupa, no es ya el canto del poeta lo que se espera surja del silencio, sino el dialogo. Se ha roto así también con la individualidad romántica. Se podría decir, ahora con palabras de Michel Foucault, que hay una necesidad de reconvertir el lenguaje reflexivo dirigiendose al puro afuera donde las palabras se pliegan indefinidamente (El pensamiento del afuera, 24-25). Tal corno nos dice María Zambrano en este texto «el dialogo surge de un específico silencio que llevan consigo las palabras nacidas de un saber que no se encierra en sí mismo, del saber que se busca a sí mismo en comunidad». Del saber que es sabiduría, amor al saber, frente al poder acallador.
Encontramos también en la obra de María Zambrano una constatación del drama del hombre moderno condenado a vivir en el laberinto trazado por el poder. El hombre como aquel ángel caído, gris, cuyos pasos resuenan en el Paris de los primeros años de la postguerra que ella conoció. Aun así, Mana Zambrano no se resiste a albergar la esperanza: siempre es posible que el amor nos salve, que en el laberinto Ariadna nos mire y sin mediar palabra nos ofrezca su hilo.
Madrid, 1990.
Revista Creación. Estética y Teoría de las Artes, Nº 1. 1990